De las personas que he encontrado a lo largo de mi vida he aprendido siempre algo. Las experiencias han sido algunas muy desoladoras y otras muy gratificantes.
De las que más he aprendido ha sido de las desoladoras, me han ayudado a conocer al ser humano, a entender la naturaleza individual de cada quien y sobre todo a saber de quiénes debo alejarme, esto último ha sido muy importante.
Me ha alegrado mucho saber que alguien me extraña cuando no me ve, no sabe de mí o no me lee. Eso me demuestra el aprecio que me tiene esa persona, y son tan pocas las que lo han hecho, sin embargo, me siento afortunada de que esas pocas me aprecien, podría no haber ninguna.
También me ha agradado descubrir a quiénes no le importo como ser humano, amiga o compañera. Me ha servido mucho descubrirlo, es como si me hubieran quitado una venda de los ojos.
Suele pasar que vamos por la vida cegados, muchas veces vemos creyendo que vemos, pero no vemos la realidad sino los disfraces que la realidad usa para engañarnos.
Y es tan hábil esa realidad con el engaño, que creemos que realmente es su verdadero rostro, abrimos nuestra alma y dejamos que anide adentro, hasta que decide quitarse la máscara, y es entonces cuando sentimos el agudo puñal en el centro del corazón.
Desde que he aprendido a cerrar la puerta de mi alma, me siento mucho mejor. Suelo volar de noche lejos, me cobijo en paisajes perdidos, en otras dimensiones y planos, busco el cariño de mis seres amados, esos que han partido, mi padre, mi abuela, mi tía, con ellos paso horas de largas conversaciones, siento el calor, el afecto, el amor perenne que nunca ha muerto.
Al amanecer emprendo el regreso, me detengo sobre cualquier rama de un árbol sin hojas, un árbol que acaricia el viento invernal, y desde allí, tomo aire, respiro profundo y me dispongo a despertar.